miércoles, 11 de febrero de 2015

Bella Y La Bestia

Hace muchísimo tiempo había una joven buena y hermosa, a quien las gentes del lugar la llamaban: la Bella. Llamarla así no era sino una expresión de admiración por la perfección física y espiritual de la muchacha.
El padre de la joven, un acaudalado comerciante, cayó, de la noche a la mañana, en la miseria más triste. Así que padre e hija, habituados a la comodidad que acarrean las riquezas, vieron con desengaño, cómo sus amigos de los buenos tiempos ahora se iban alejando.

Pero padre e hija, como buenos cristianos, aceptaron con ejemplar resignación los designios de su Dios. Oraban: “Dios nos dio riquezas y él nos la ha quitado. Él sabrá por qué nos la ha arrebatado”.

Un día en que el padre hacía un viaje, se perdió en el bosque que debía atravesar. Y, comprendiendo que su situación era peligrosa, se encomendó a
su Dios y, éste, escuchando sus anhelos, le hizo divisar muy pronto un plació cercado por una reja. Así que se acercó a él para refugiarse, al no haber otra opción.

Llamó a la puerta y, como nadie contestó, entró en el palacio, recorrió todos los ambientes lujosos, hasta llegar a una espléndida mesa que estaba servida y comió cuanto pudo. Cuando sació su hambre, eligió un amplio y mullido lecho y se echó a dormir.

Al día siguiente, al continuar el recorrido por el regio palacio, halló en el caballerizo un caballo perfectamente preparado. Montó en él y, abandonando la señorial mansión, se alejó tranquilamente.

Apenas hubo avanzado un trecho, se encontró con un hermosísimo jardín, poblado de exóticas y aromáticas flores. No pudiendo resistir la tentación de recoger, se apeó del caballo y arrancó una linda flor para llevársela a la Bella, su hija. Apenas arrancó la flor, el suelo comenzó a temblar y apareció una bestia horripilante, diciendo:

- ¡Insensato! ¡Yo te proporciono el deleite de ver y palpar estas flores, y tú me las robas! Morirás al punto, desdichado. ¡Encomienda tu alma a Dios!

El hombre repuso:

- Dueño de estos dominios: jamás creí hacer daño al coger una hermosa flor para llevarla a mi desolada hija.
El interlocutor contestó encolerizado:

- ¡Yo soy la Bestia! Pero ya que tienes una hija, si ella quiere morir en tu lugar, alégrate; pues a fe de Bestia, estarás sano y salvo.

Bella, la hermosa hija del atribulado comerciante, advertida por un hada buena, acudió al palacio y, a pesar de las súplicas de su padre, insistió quedarse en él.

Pero, la Bestia, lejos de hacerla pedazos a la joven dama, lo miró con bondad. De modo que todo el palacio lo dispuso para ella. Solo la eventual presencia del monstruo turbaba su sosiego. Así, la primera vez que la Bestia entró a sus habitaciones, creyó morir de terror. Más, con el tiempo, fue acostumbrándose a su desagradable compañía.

La Bestia, por su parte, no desperdiciaba oportunidad alguna para solicitarla como esposa; pero ella, aterrorizada y llena de nauseas, le volvía las espaldas y no contestaba nada. Sin embargo, como fueron tan insistentes los requerimientos del monstruo que, mujer y débil al fin, considerando sus bondades, terminó aceptando la propuesta.

De inmediato sucedió un milagro. Apenas dio la Bella su aceptación, la Bestia se transformó en un apuesto príncipe. Y éste exclamó completamente arrobado:

- ¡Bella, mi hermosa Bella! Yo era un príncipe condenado a vivir bajo la apariencia de un monstruo, hasta que una joven hermosa consintiese en ser mi esposa, no importarle mi fealdad. Ahora que esto ha sucedido, pongo a tus pies, a la par de mi profundo amor, mis riquezas y blasones.

En ese momento, la Bella le dio su mano y lo hizo ponerse de pie. Y mirándose cariñosamente, ambos se estrecharon en un largo y fuerte abrazo. Y, Como es de suponer, se casaron y fueron muy felices.

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